La marginalidad política de los demócratas liberales rusos (no confundir con el LPDR nacionalista de Zhirinovski) es en primer lugar resultado de un ferreo antiliberalismo. En gran medida, tras la llegada al poder de Vladimir Putin el Kremlin dificultó la actividad de los partido, los políticos, círculos y movimientos liberales. Con ese objetivo, varias fracciones antioccidentales de la cúpula del poder utilizaro astutas “tecnologías políticas”, acciones y burdas represiones administrativas, así como duras campañas de difamación. Los activistas prooccidentales, publicistas y científicos tanto en los partidos políticos como en el campo intelectual o civil, periodístico o académico, sugrieron innumerables limitaciones y “medidas activas” dirigidas a impedir su desarrollo organizativo, consolidación política y presentación de sus ideas en la sociedad.
Hay otro motivo referente a la insignificancia del liberalismo ruso: los propios líderes de los liberales postsoviéticos, si no las viejas patologías de la cultura de la intelligentsia rusa. En cierta manera se repite el idealismo del último democratismo constitucional de la época zarista, los liberales rusos aún no se han convertido en líderes políticos y negociadores efectivos. Cuando se dedican a la alta política, parte de los principales activistas del movimiento liberal ruso no han salido mentalmente del medio intelectual del movimiento informal de disidencia o de la sociedad civil de la que vienen. Aún tieen que mirar a la cara la realidad de la construcción de partidos políticos postsoviética y de las negociaciones para coaliciones.
Cierto que se puede comprender la falta de deseo de muchos liberales de, aunque se presente la posibilidad, servir a un estado autoritario (aunque algunos, por ejemplo Nitika Belij lo haya hecho). Las respuestas a una pregunta difícil: si debe o no un liberal trabajar en el sistema de Putin, y en el caso afirmativo cómo y en calidad de qué, pueden ser variadas. Sin embargo no hablamos de esto, sino de una clara falta de deseo o de capacidad de muchos liberales de entrar en alianzas políticas con otras fuerzas democráticas, incluso con grupos políticos que tienen prácticamente la misma ideología.
Muchos liberales rusos incluso intervienen en el papel de moralistas políticos, humanistas grandilocuentes, audaces activistas, brillantes publicistas o politólogos destacados.
Para ser participantes efectivos en la política, y no solo en los procesos intelectuales, mediáticos o civiles, los liberales rusos deberían ocuparse en serio de cuestiones de táctica y estrategia en la lucha por las ramas legislativa y ejecutiva del poder, y no solo preocuparse por la influencia social.
Deberían superar el “síndrome Yablinski”, es decir los esquemas de comportamiento que mostró Grigori Yablinski en los 90, que durante muchos años escapó de cualquier alianza política, así como de la toma de cualquier responsabilidad por lo que ocurría en el país.
Sin duda, muchos liberales rusos, eruditos ciudadanos del mundo, conocen bien el funcionamiento de las sociedades occidentales. De esa manera saben que los gobiernos democráticos se forman a menudo sobre alianzas paradójicas, infinidad de compromisos y a veces sobre el repugnante oportunismo de los políticos que actúan en una situación plural y que están interesados en conseguir posiciones de gobierno en sus países. Conociendo esa situación en occidente, los prooccidentales rusos piensan en su propia actividad política como una práctica existencial, misionera, educativa o altruista, cuya calidad se define más por su coherencia, falta de compromiso y significado unívoco de sus posiciones sociales que por los logros de sus alianzas políticas, obtención de poder real y realización práctica de sus programas.
Por un lado esa integridad es una posición simpática, que dice más a favor que en contra del liberalismo postsoviético. Por otro lado, actuando de esa forma, los liberales rusos son pseudos políticos, y no políticos reales.
De manera paradójica, los innumerables contactos de los liberales rusos con sus colegas occidentales fortalecen, más que debilitan, estas patologías. En lugar de ocuparse de la construcción de un movimiento político nacional común en las regiones rusas, muchos líderes de partidos liberales están ocupados en visitas regulares a Europa o Norteamérica. Algunos de ellos son visitantes habituales de distintos encuentros políticos en occidente, columnistas de importantes periódicos occidentales, conferenciantes en prestigiosos foros occidentales. Además, en los últimos tiempos ha aparecido una nueva cohorte de políticos liberales rusos, en la cual entran, por ejemplo, Garri Kasparov o Vladimir Milov, que algunas veces se diferencia de los liberales postsoviéticos de los 90. Estos nuevos liberales rusos en su mayoría hablan inglés, algunos tienen un magnífico sentido del humor, con buen gusto en el vestir y/o muy buena capacidad oratoria. Para la mayoría de los lectores de este artículo podrían ser unos contertulios muy interesantes y agradables.
Pero aparece la duda de si sus capacidades intelectuales, lingüísticas y retóricas, así como su, a veces alta calificación académica es más un factor negativo que positivo para la conversión del liberalismo ruso en una fuerza política significativa. Aunque en los círculos políticos de los países occidentales también hay intelectuales, la mayoría de los políticos exitosos occidentales son personalidades normales que, como por ejemplo el doctor en Historia Helmut Kohl, a veces también tienen un nivel científico, pero que a pesar de ello son tomados por la población de sus países como ciudadanos medios. A veces, y el ejemplo más triste es el de George Bush hijo, tienen conocimientos muy limitados de las relaciones internacionales o de otros países. Algunos de los políticos occidentales de más éxito representan lo contrario de los intelectuales que dominan el panorama del movimiento liberal actual en Rusia.
Para que el liberalismo ruso pueda progresar, necesita un lider muy diferente de los actuales. Preferentemente un político que no haya salido de la “intelligentsia” de Moscú o San Peterburgo y que no sea visto por el electorado como una persona con aire superior que sea ajena a los problemas y necesidades de los ciudadanos corrientes de Rusia fuera de la capital.
Sería ideal si tal líder tuviera el olfato necesario para la formación de coaliciones entre partidos y el logro de compromisos aceptables. Este político debería querer realmente ocupar un puesto elevado, trabajar en posiciones de responsabilidad en el poder ejecutivo ruso y no limitarse al intento de realizar intervenciones llamativas en los medios de comunicación o en simposiums internacionales. En resumen, el liberalismo ruso necesita tener al mando un político real y no un intelectual más.
El autor es docente de la cátedra de politología de la universidad “Kievsko-Mogilskaya akademiya”.
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