Artículo de Thomas de Waal, del Endowment for International Peace de Washington, publicado en Johnson Russia´s List el 4 de noviembre de 2010.
El sur del Cáucaso es uno de esos lugares en que a la gente le gusta decir que el “peso de la historia” tiene gran influencia. Quiero elevar una voz disidente a esta idea. Es cierto que la historia te rodea por todas partes en esta región, y que es invocada habitualmente por los políticos actuales. Por dar un ejemplo: tras su toma de posesión como presidente en enero de 2004, Mikheil Saakashvili eligió viajar a la tumba del hombre que es considerado el más grande de los reyes de Georgia, David el Constructor, que reinó entre 1089 y 1125.
Pero la idea de que la llamada de la historia determina y conduce a los pueblos de esta región a un conflicto irresoluble no debe ser tomada al pie de la letra. A veces la historia tiene el peso que le queramos dar. Cuanto más observes el pasado del Cáucaso, más se fractura en un mosaico de narraciones diferentes, muchas de las cuales son de cooperació,n tanto como de conflicto. Si tomamos una visión de la historia de esta región más escéptica, incluso postmoderna, le estaremos haciendo un favor.
He escrito sobre el Cáucaso durante años, pero cuando empecé en 2009 a investigar para un pequeño libro sobre la región (El Cáucaso: una introducción, Oxford University Press, 2010) incluso yo me sorprendí de cómo algunos hechos históricos rebatían muchos de los discursos políticos dominantes en la actualidad. Tres ejemplos:
Primero: el las guerras rusas de 1820 contra los turcos, los armenios y azeríes lucharon codo con codo en el ejército zarista. En esa coyuntura histórica, la división chií-suní tenía más importancia que cualquier noción de hermandad túrquica. El propio Alexandr Pushkin vió al regimiento “Karabakh” en acción en las afueras de Kars y escribió un magnífico poema dedicado a uno de sus oficiales, Farhad-Bek. Esto debería prevenirnos contra la asunción inmediata de una alianza eterna turco-azerí, que a menudo alimenta las actitudes políticas sobre el conflicto de Nagorno Karabaj (y que dificulta el proceso de paz armenio-azerí).
Segundo: la forma en que las interrelaciones abjaso-georgiano-rusas han cambiado desde 1850. En las décadas posteriores a la anexión a Rusia en 1801, y principalmente a lo largo del siglo XIX, las autoridades rusas se aseguraron de que los aristócratas georgianos fueses leales servidores del zar permitiéndoles ascender en la escala social y manteniéndoles su estatus nobiliario. Al mismo tiempo, los rusos veían a los abjasos como un grupo de tribus salvajes pro-turcas y unos enemigos implacables.
En 1852 el general ruso Grigory Filipson se quejó de que sus soldados no podía salir de su fortaleza junto al mar Negro sin peligro de ser asesinados por descontentos abjasos: “en una palabra, ocupamos Abjasia pero no la controlamos”. En el último cuarto del siglo XIX la deportación de abjasos de su tierra facilitó la emigración de georgianos a Abjasia, redibujando el mapa demográfico y preparando el terreno para el conflicto en el siglo XX. Esta historia hace surgir la pregunta sobre la durabilidad de la relación ruso-abjasia, así como de la hostilidad ruso-georgiana.
Una tercera sorpresa para mí fue el saber que la primera declaración de independencia de Georgia en el siglo XX fue, desde el punto de vista geopolítico, totalmente diferente a la segunda. En mayo de 1918, en los comienzos de la revolución bolchevique en Rusia y cuando Georgia estaba amenazada por una invasión turca inminente, el jefe del gobierno de Tblisi, Noe Zhordania, declaró a regañadientes la independencia de Georgia. Zhordania, cuyo partido menchevique (social demócrata) se había separado de los bolcheviques en 1903-1904, manifestó su ambivalencia sobre la ruptura de los vínculos con Rusia: “Nuestros ancestros decidieron volverse del este al oeste. Pero el camino al oeste pasaba por Rusia y, consecuentemente el camino hacia occidente significaba la unión con Rusia”.
La república independiente de Zhordania duró casi tres años hasta la incorporación de Georgia a la Unión Soviética en 1921. En la lenta desintegración de la URSS 7 décadas después, Georgia se embarcó en un segundo y más exitoso intento de independencia. Esta vez Rusia fue denominado enemigo colonialista mientras que Turquía se convirtió en un recientemente descubierto vecino amistoso. De nuevo esto sugiere que el esfuerzo de Georgia por su autosuficiencia se puede ver como una constante histórica mientras que la naturaleza de sus alianzas no lo es.
“¿Y qué más da?”, nos podemos preguntar. “¿No son estos ejemplos históricos meramente interesantes pero irrelevantes cuando se trata de las tensiones inmediatas y los problemas de la región?”. No lo creo, por dos motivos.
En primer lugar, estos cambios históricos sugieren que no hay nada determinado culturalmente en los conflictos del Cáucaso. Demuestran que no tienen nada que ver con “incompatibilidad étnica” o con “odios ancestrales”, sino que crecen y desaparecen de acuerdo con cambios de interés o con cálculos; y nos reditúa el foco de atención en el periodo soviético y las dos décadas que lo precedieron.
Ahí están las raíces de los conflictos del Cáucaso (a así lo creo): no en un pasado lejano sino en la forma en que el sistema soviético mantuvo los problemas silenciando los problemas políticos entre sus pueblos constituyentes mediante sobornos y la amenaza de la fuerza, en lugar de arbitrar entre ellos (lo que habría llevado a una cultura de acomodación y flexibilidad). Cuando el policía de Moscú abandonó su puesto, todos se quedaron con un sentimiento crónico de inseguridad, y algunos vieron la oportunidad de aprovechar las narraciones históricas que los intelectuales caucásicos habían alimentado durante décadas. La mala historia se convirtió en la munición para la pelea de las élites regionales.
Pero no en todas partes: algunas áreas potenciales de tensión fueron una excepción, demostrando que la historia también puede resistir a la cruda instrumentalización. El hundimiento soviético resucitó conflictos congelados en Abjasia, Osetia del sur y Nagorno Karabaj, pero había otro conflicto con raíces en la era pre-soviética, el de Adzharia, en el sureste de Georgia. En otro tiempo parte del imperio otomano y con sus habitantes en su mayoría musulmanes, el conflicto no ha revivido. La razón principal, en mi opinión, es que la ausencia de Turquía y el Islam como indicadores de identidad en los conflictos regionales soviéticos significa que no han podido actuar ahora como catalizadores del conflicto entre los adzharios y los demás georgianos.
Esta apertura de la historia en direcciones sorprendentes se refleja también en el conflicto armenio-azerí en el enclave de Nagorno Karabaj. No es un choque civilizacional o primordial, sino que se describiría mejor como un choque entre dos estados nación emergentes, cada uno de los cuales vió su territorio totémico como una causa a movilizar y como el quid de su nueva “vieja identidad”.
No hay ninguna incompatibilidad étnica entre armenios y azeríes. Había una tasa bastante alta de matrimonios interétnicos en la época soviética, y hoy día comercian y se relacionan libremente en territorio ruso o georgiano. Eso me hace concluir que el problema en la disputa de Karabaj no es la reconciliación de la gente ordinaria sino la reconciliación de narrativas políticas. Atañe tanto a la seguridad como al simbolismo: si un acuerdo garantiza la seguridad que necesitan ambas partes y satisface una relación con Karabaj, la mayoría del pueblo no tendría problemas en apoyarlo, y estaríamos en vías de solución.
Si la primera lección histórica es que los conflictos de la región no están predestinados, la segunda es que el Cáucaso no es tan sangriento como parece. La población local guerrea cuando tiene que hacerlo, pero tienen formas sofisticadas de no luchar. Por supuesto, no estoy diciendo que el Cáucaso sea un lugar no violento, algo como un sitio vegetariano. Dinamarca tampoco lo es. Hay una fuerte cultura de la violencia y las armas, pero se puede alegar que a menudo es un sustituto expreso del asesinato real.
Los conflictos en el sur del Cáucaso en los años 90, con ser grandes tragedias, ejemplifican este punto. Su consecuencia más llamativa fue el gran numero de desplazados: un total de 1,5 millones en 3 años, más que el número de muertos (que fue mucho menor que en la guerra de Bosnia, por ejemplo). Fue una catástrofe regional grave. Pero también es recalcable el hecho de que, tanto en Karabaj como en Abjasia, los soldados que avanzaban preferían aterrorizar a los civiles más que matarlos. Las excepciones, como la masacre de Khojali en febrero de 1992 y algunas de las atrocidades cometidas en Abjasia, fueron generalmente cometidas por despiadados llegados de otros lugares más que por locales.
Además de la gente que no murió también están los conflictos que no sucedieron. AL ejemplo de Adjaria se podría añadir el de la región mixta armenio-georgiana de Javakheti (que tuvo una breve guerra en 1918) y el caso de los lezghinos que viven a ambos lados de la frontera entre Daguestán y Azerbaiyán, pero que han escogido no hacer campaña por la reunificación. También los georgianos y los osetios en Osetia del Sur intentaron dos veces (tras las luchas de 1991-92 y 2004) vivir juntos y seguir comerciando a pesar del conflicto político, antes de que su interacción fuese trágicamente cortada por la guerra de agosto de 2008.
Todo esto subraya una profunda historia de pragmatismo en el sur del Cáucaso, que está ahí, debajo de la superficie, para el que se tome la preocupación de verla.
Las elites políticas del Cáucaso que encuentran que explotar las tensiones regionales es una forma útil de consolidar su poder no tienen interés en que se conozcan estas historias poco atractivas de coexistencia pragmática, pero los estudiosos y políticos extranjeros no están obligados a olvidarlas. Pueden narrar estas historias alternativas cuando viajan a la región y extender el mensaje de que la historia puede ser un manto ligero tanto como una pesada armadura.
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