Siempre he sido uno de esos observadores de Rusia que se muestran cautos, tal vez demasiado, en lo que respecta a criticar a Vladimir Putin. No me malinterpreten, no es que yo sea un gran fan del primer ministro ruso. Es más bien que nunca he estado de acuerdo con esa especie de anti-putinismo reflejo que siempre pone el énfasis en su pasado de “antiguo espía del KGB”, que es personalmente responsable de cualquier mala cosa que haya ocurrido en Rusia desde 2000, y que no le concede ningún mérito en todos aquellos éxitos que le han hecho tan popular entre muchos rusos.
Las cosas tienen siempre más matices de lo que sugeriría un relato tan simple de los hechos.
Este es el motivo por el que estoy tan enojado conmigo mismo por haber dado demasiada credibilidad en el pasado al simple discurso sobre Putin. La “narración Putin”, tal y como explico en mi artículo del mismo título de próxima aparición en la revista Political Studies, ha sido predicado en base a la noción de que después de los años 90 lo que Rusia necesitaba era estabilidad, para así poder construir una democracia y una economía de mercado efectivas. En lugar de la criminalidad y el caos de todo o nada de los años noventa, Putin hablaba de poner rienda a los excesos, reconstruir la economía, restaurar la estabilidad y un sentimiento de orgullo nacional, para luego lenta, lentamente democratizar el país sobre la base de un estado gobernado por las leyes.
Putin solía citar mucho al difunto filósofo antibolchevique Ivan Il’in (1883-1954). Il’in escribió, apenas acabada la Segunda Guerra Mundial, lo que se requeriría de los líderes de Rusia después de la caída del comunismo, hecho que él veía inevitable. Il’in argumentó que lo que se requeriría de la generación de líderes que vendría tras la caída sería que preparasen el terreno para la siguiente generación de líderes no manchados por haber participado del comunismo.
Esto es lo que Putin parecía estar haciendo en 2008, cuando salió de la presidencia para dar paso a Dmitrii Medvedev. Éste, a su vez también habló de democratización lenta, lentamente. De hecho, tratándose de un joven presidente, su cautela era notoria: enfatizó repetidamente los profundamente enraizados problemas de Rusia, y los muchos años que deberían transcurrir antes de que el país pudiera insertar la democracia y el sentido de la legalidad –otra de las cantinelas favoritas de Il’in- dentro de su sistema.
De todas formas, aunque el progreso era agónicamente lento, podía aún edificarse el argumento de que la “narración Putin” estaba haciendo lo que decía que haría. Medvedev era de la generación post soviética, parecía ser un poco más liberal que Putin, reformó la policía, se deshizo de algunas viejas figuras políticas aparentemente corruptas. Las cosas aún estaban lejos de la liberalización de la política que me hubiera gustado ver, pero al menos se podía argumentar que se desplazaba en aquella dirección.
Lo que me lleva a la equivocación de Putin.
El verano pasado, tomé parte en una conferencia de estudios rusos junto a dos de los principales especialistas en Rusia de nuestro país. Se nos pidió que predijéramos quién iba a ganar las elecciones presidenciales de 2012. Todos estuvimos de acuerdo en que la pregunta podría reformularse del siguiente modo: “¿Quién decidirá Vladimir Putin que sea presidente en 2012?”. Dos de nosotros nos inclinamos por Medvedev, mientras que el Dr. David White dela Universidad de Birmingham acertó y dijo Putin.
El Dr. White es un buen amigo mío, y respeto mucho su análisis. Aún así, y aunque esto haga que parezca que tengo mal perder, no puedo dejar de pensar que no es que David White acertase, sino más bien fue Vladimir Putin el que se equivocó.
Putin ha cometido un gran error al presentarse de nuevo a la presidencia y, aún peor, es un error extraño en él. Tras haber establecido su narración de poder desde el día en que se convirtió en presidente tras la dimisión de Boris Yeltsin, Putin ha seguido de forma constante la narrativa que él mismo estableció. Reforzó el estado ruso, centralizó las instituciones, supervisó el crecimiento económico, restauró el estatus internacional de Rusia, y entonces, cumpliendo su promesa de respetar la constitución rusa, tras sus dos mandatos legales consecutivos dio un paso atrás a favor de un sucesor joven y aparentemente más liberal.
La decisión de Putin de presentarse de nuevo a la presidencia el primer domingo de marzo de 2012 ha dado un gran, y desagradable, giro a la narración de los años Putin. Si el putinismo fuera una historia de ficción y yo un crítico literario, diría que este giro del argumento no es convincente. No encaja con lo que sabíamos del personaje. No debería haber actuado así. No sólo no encaja con la coherente actuación que habíamos visto hasta ahora, sino que tampoco había una buena motivación para ello. Después de todo, el primer ministro Putin es quien ha estado más o menos en el poder, con el presidente Medvedev como socio menor de facto cuando no de jure.
Desafortunadamente, el putinismo no es ficción. Para reelaborar una frase de los años soviéticos, lo que es el putinismo es “la democracia rusa que existe en realidad”. Quizás, para Putin, no es posible mejorar lo que ya hay; el hilo argumental ha dejado de desarrollarse.
Se que entre los analistas que en líneas generales comparten mis puntos de vista sobre Rusia no soy el único que afirma sentirse muy decepcionado por la decisión de Putin de presentarse de nuevo. Y no únicamente los analistas. Mucho más importante es el hecho de que hay figuras influyentes en Rusia que se creyeron la historia de que Medvedev era el siguiente paso hacia la liberalización y la democratización de Rusia, y que se sienten igualmente decepcionados.
Dos últimos puntos acerca de la narración Putin parecen claros a medida que nos acercamos a las elecciones presidenciales.
En primer lugar, se trata de una narrativa política pública que se sostiene bien. Guste o no, la mayor parte de los que ha ocurrido en Rusia más o menos durante la última década encaja dentro de esta narrativa de estabilidad y unidad, acompañada de la promesa de una democratización gradual. El retorno de Putin comienza a desenmarañar este hilo narrativo. La gente piensa cada vez más que se les ha estado contando una fábula, la credibilidad declina, algunos se echan a la calle, mientras que otros se limitan a retirar su apoyo de forma pasiva.
El punto final de este ensayo es que el mismo Putin no está ofreciendo una historia cautivadora o convincente que explique sus planes de retorno a la presidencia. En 2000, cuando llegó a la presidencia por primera vez, convirtió en palabras lo que sentían muchos rusos acerca de lo que estaba mal y lo que tenía que hacerse al respecto. Hoy día este sentimiento está mucho menos presente. De acuerdo, todavía le queda el suficiente como para seguir siendo el más popular de entre un elenco de candidatos relativamente mediocres. Pero entre muchos de los que creyeron la línea argumental de Putin en 2000 y 2004, existe la sensación de que esto es un capítulo de más, aprovechando -quizás literalmente- algo que el pueblo ruso creía con mucha más facilidad entonces que en la actualidad.
Edwin Bacon, Lector en Política Comparada, Birkbeck College, Universidad de Londres
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