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Procuremos, con todo, algunos signos de la miseria de estas horas y empecemos por los que nos aporta el contencioso bielorruso de las últimas semanas. Sabido es que los miembros de la UE se han comprometido a impedir la entrada, en los Estados respectivos, del presidente Lukashenko y de algunos de sus colaboradores más directos. Aunque nada mayor tengo que decir en defensa de Lukashenko, cuya condición autoritaria y prepotente parece fuera de discusión, debo preguntarme por qué tanta atención a su caso y tan poca al de otros. ¿Cuándo impedirá la UE la llegada a nuestros aeropuertos de los emires saudíes o de los dirigentes chinos? ¿O es que alguien piensa en serio que las reglas del juego de la democracia, signifique ésta lo que signifique, se violentan más en la Bielorrusia de Lukashenko que en Arabia Saudí o en China? ¿Tratarían los responsables comunitarios de la misma manera a Lukashenko si Bielorrusia dispusiese de respetables reservas de materias primas energéticas o fuese una prometedora contraparte comercial? Más allá de ello, hora es ésta de recordar que no es oro todo lo que reluce en la política que la UE despliega en los aledaños de Rusia, de la mano de un juego interesado de arrinconamiento progresivo de Moscú que obedece obscenamente al designio de mejorar la posición propia. Por detrás de ese proyecto se barrunta, del lado de la Unión, una aceptación callada de una política, la norteamericana, en la que despuntan inquietantes elementos agresivos.
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